Exposición El cine de la transición
Durante los años de la Transición en España (1974-1982), el cine participó de manera activa en los cambios que se sucedían en el país. Supo, de manera especial, captar los diversos estados de una sociedad enfrentada a un férreo pasado, un inestable presente y un futuro incierto. Numerosas películas emprendieron, desde perspectivas novedosas, una revisión del pasado reciente, principalmente, de la Guerra Civil (1936-1939) y de la dictadura. Otras, por el contrario, abordaron asuntos de actualidad como, por ejemplo, la política, cuestiones de género y, por supuesto, la recién estrenada libertad de expresión, cuya materialización más directa (y superficial) fueron las películas que, durante un breve periodo, circularon clasificadas como «S» (soft-core porn). Sin embargo, en este escenario de progresiva libertad, aún hubo espacio para las sombras: la desaparición oficial de la censura cinematográfica en 1977 no impidió que determinadas películas, consideradas por alguna razón incómodas, fueran «secuestradas» por la administración, imposibilitando su libre exhibición. La pervivencia de actitudes antidemocráticas se manifestó también en forma de ataques a determinadas salas cinematográficas por parte de ultraderechistas franquistas. Y, si bien eran mayoritarios los productos que transmitían una posición favorable al cambio, aparecieron aún algunos, en franca minoría, que evidenciaban posicionamientos inmovilistas y reaccionarios respecto al proceso democratizador que asumía el país. El cine de la época vehiculó, de manera contundente, el sentir de una sociedad que despertaba tras décadas de silencio y represión. Y lo hizo mostrando caras muy diversas: desde el conservadurismo de determinadas «comedias sexis» hasta el tono punk de las primeras películas de Pedro Almodóvar; pasando por la práctica de la libre expresión por parte del cine documental y militante, así como por el protagonismo dado en el cine quinqui a una juventud que hasta entonces había permanecido periférica. El cine español de estos años, como sus propios carteles, habla de los intensos cambios que asumió la sociedad española casi en una década; y, sobre todo, de las transformaciones de un medio que, pese a tener en la televisión su principal competidor, aún albergaba poder para congregar en las salas a un público que, según las crónicas, llegaba en ocasiones a responder con vehemencia a lo mostrado en pantalla. (Laura Gómez Vaquero, comisaria de la exposición)
Los 20 carteles de la exposición

Canciones para después de una guerra
Basilio Martín Patino, 1971 [1976]
Archivo Lluís Benejam © La Linterna Mágica/Egeda
La película de Basilio Martín Patino, realizada en 1971, sufrió un largo proceso administrativo que incluyó su aprobación, su fugaz exhibición, su prohibición, su embargo e incluso su subasta. Es así como la película no vería la luz hasta finales de 1976. Este largometraje es un viaje sentimental a los duros años de la postguerra a través de un variado material visual y sonoro de tipo histórico, procedente de los años 40 y principios de los 50; el filme incorpora imágenes de noticiarios, fragmentos de películas de ficción y recortes de prensa, entre otros; todo ello acompañado de una banda sonora compuesta por canciones populares de la radio de la época. Mediante el uso de un montaje dialéctico se crean así curiosas y ricas asociaciones que llevan a interpretar lo visto de múltiples maneras… incluidas aquellas que entraban en colisión con el relato oficial franquista sobre aquellos oscuros y terribles años.
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Productora: Jet Films, S. A. /In-Cine Compañía Industrial Cinematográfica, S. A.
Autoría del cartel desconocida
Archivo Egeda © Videomercury/Egeda
Este largometraje de una de las pocas mujeres cineastas que lograron hacerse un hueco en la industria del cine (que, además, ejercerá de directora general de Cinematografía desde 1982, bajo el gobierno socialista) es una ficción basada en hechos reales. El suceso que dio lugar al filme se produjo en un pequeño pueblo español a principios del siglo xx: tras un proceso judicial infundioso, dos campesinos son enviados a prisión por la muerte (que finalmente no será tal) de un pastor; durante los once años que dura el encierro, se los somete a brutales torturas. En el filme, la Judicatura, la Iglesia, la Guardia Civil y el sistema penitenciario se caracterizan por una ausencia total de ética tal y como, de manera especial, lo certifican las escenas de tortura, mostradas con gran minuciosidad y dureza. La película despertó las susceptibilidades de la Administración, que hizo que el film permaneciera bajo secuestro durante dos años. Al fin y al cabo, era fácil encontrar analogías entre lo que allí se narraba con la ausencia de actitudes democráticas en las instituciones españolas durante el régimen. La película no pudo ver la luz hasta 1979, cuando, curiosamente, por la gran expectación causada, logró altos índices de audiencia.
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Archivo Lluís Benejam © Ana Vila/Tangana Films
Una de las primeras películas que sufrieron un secuestro judicial tras la derogación de la censura en 1977 es este largometraje documental, que se acerca a uno de los fenómenos religiosos más populares en España: la romería del Rocío, donde miles de fieles muestran su devoción a la Virgen del Rocío en Almonte (Huelva). El interés del director, Fernando Ruiz Vergara, y de la productora y guionista, Ana Vila, era evidenciar cómo esta fiesta había servido a lo largo de su historia, y continuaba sirviendo, para perpetuar la diferencia de clases y la autoridad de la Iglesia sobre el pueblo. En este particular repaso por la historia de Almonte y su principal celebración, la peregrinación del Rocío, se incluyó, entre otros, un testimonio que la Administración consideró problemático: el de Pedro Gómez Clavijo, uno de los testigos de la matanza perpetrada durante la Guerra Civil por miembros de la derecha contra el sector prorrepublicano de la población. Este vecino almonteño señalaba como responsable de dicha matanza a un tal José María Reales, fundador de la Hermandad del Rocío de Jerez. Por este motivo, en abril de 1981, los familiares del supuesto asesino interpusieron una querella contra los responsables de la película por delito de injurias, llegando a ser inculpados tanto el director como la guionista. Lo más curioso es que, al menos hasta 2011, la película ha permanecido censurada por continuar vigente la sentencia del Tribunal Supremo de 1984, y únicamente se ha podido exhibir a condición de eliminar la parte en la que se encuentra el «controvertido» testimonio.
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Productora: Cinemágico (Lourdes Gómez Gras)
Autoría del cartel: Ángel Bou
Uno de los casos más particulares en lo que respecta a la exhibición cinematográfica durante estos años es el de la película Cada ver es… Este largometraje, considerado como un filme de culto dentro del cine español, es una propuesta de gran radicalidad expresiva. Se centra en un personaje, Juan Espada del Coso, embalsamador de los cadáveres que se encuentran en el depósito de la Facultad de Medicina de la Universidad de Valencia. Durante parte del metraje, el personaje cuenta a cámara distintas narraciones sobre recuerdos de su infancia y su juventud —relacionados en gran parte con la muerte—, así como sobre su trabajo en el sótano de la facultad. Junto a estas escenas, aparecen otras con imágenes inéditas del lugar donde lleva a cabo su labor: se ven las estancias y los pasillos vacíos, el instrumental que se utiliza para la conservación de los cadáveres e, incluso, se filma al protagonista manipulando los cadáveres. Los recursos empleados a la hora de mostrar este escenario (música disonante, ángulos contrapicados, discontinuidad narrativa) consiguen transformarlo en un lugar terrorífico, y las secuencias en las que se observa a Espada del Coso en acción resultan, para un espectador poco habituado a mirar de frente los efectos de la muerte, truculentas. Seguramente, las instituciones no estaban preparadas para una radicalidad que proponía una mirada a un lugar (y un personaje) marginado(s) de las narrativas públicas. Es seguramente por ello, por lo que la Dirección General de Cinematografía dio a la película la calificación «S», que habitualmente se asignaba a películas eróticas, imposibilitando así su proyección en salas comerciales y en el Festival de Venecia, donde había sido preseleccionada. Esta sería, así, una de las últimas expresiones de oposición velada a la libertad de expresión durante la etapa de transición política.
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Archivo Lluís Benejam © Videomercury /Egeda
La película de Víctor Erice, uno de los cineastas españoles más apreciados por críticos y estudiosos, es concebida, realizada y estrenada entre 1972 y 1973, en los últimos años de la dictadura franquista, si bien la incluimos aquí porque prefigura, de manera excepcional, una de las tendencias cinematográficas presentes a comienzos de la década que continuará a lo largo de esta e, incluso, en décadas recientes. Nos referimos, en concreto, a la revisión de los años de la posguerra a través de una mirada oblicua que, en este caso, proviene de los ojos de una niña. La historia se desarrolla en un pequeño pueblo de la meseta castellana, recién acabada la guerra. Allí, dos hermanas, Ana e Isabel viven con su padre, Fernando (Fernando Fernán Gómez), y su madre, Teresa. La pequeña Ana, fascinada por la figura de Frankenstein de la película de James Whale (1931) proyectada en el pueblo, pondrá en marcha su imaginación desorbitada que investirá de misterio la realidad que la rodea. El espectador accede así a un pasado nunca relatado, pero no por ello menos comprendido (aun de una manera peculiar e intuitiva), donde la mezcla entre lo que es real y lo que no lo es adquiere plena razón de ser. Los juegos especulares entre el argumento de la película de Whale y el del filme de Erice serán constantes, así como la analogía entre la casa y la colmena que cuida el padre. En general, se muestra un ambiente desolador, en el que no existe la comunicación, lleno de cuartos vacíos y de nostalgia, donde la pérdida/muerte no se nombra, pero está presente en todo momento.
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Archivo Lluís Benejam © Videomercury/Egeda
La considerada por algunos críticos como «la película de la Transición» es, además, el primer largometraje de un director que, conseguida ya una cierta normalización política, en 1982, lograría un Oscar a la Mejor Película Extranjera para el cine español. El filme, que alcanzó un éxito insospechado en las salas, narra el reencuentro de dos antiguos novios de la adolescencia que, ya adultos y en plena transición política, retoman la relación en paralelo a sus respectivos matrimonios insatisfechos. En la película se halla en ocasiones un tono melancólico impuesto por la sensación de tiempo perdido, si bien también se manifiesta un deseo de reconciliación entre esta nueva época de cambio y la anterior (la dictadura), resultando, así, una narrativa que, frente a la de otros filmes más arriesgados, propone una modernidad que es tan solo moderada.
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Pere Portabella, un cineasta con una consistente trayectoria cinematográfica y una comprometida actividad política a sus espaldas, emprende, en 1975, un proyecto nuevo financiado por Unitelefilm, productora del PCI (Partido Comunista Italiano), cuyo rodaje se extenderá desde la muerte de Franco (20 de noviembre de 1975) hasta el 15 de junio de 1977. Durante este tiempo, registra las diferentes posiciones ideológicas de miembros de organizaciones políticas españolas que, aún por entonces, se encontraban en la clandestinidad (PSOE, PC, CC.OO., etc.). Al mismo tiempo, se incluyen imágenes relativas a la actividad opositora (manifestaciones de protesta, escenas recreadas de tortura infringida a opositores del régimen, entre otras). Y, por último, se acerca a los lugares de memoria del franquismo: el abandonado pueblo de Belchite, donde tuvo lugar una conocida batalla durante la Guerra Civil; el Palacio del Pardo, que fue la residencia del dictador; la película Raza (José Luis Sáenz de Heredia, 1941), que contó con guion del propio Francisco Franco. Todas estas imágenes no contemplan el simple registro de personajes y espacios; por el contrario, revelan el deseo de Portabella de romper con la liturgia usada durante el franquismo para representar a los líderes políticos y poner en evidencia los modos habituales del régimen franquista de contarse a sí mismo; también evidencian la toma de posición que asume el cine a la hora de situarse en ese estado de cosas. Película imprescindible para conocer el inicio del proceso de transición política tras la muerte de Franco, recientemente se ha visto complementada por una segunda parte, Informe general II. El rapto de Europa (2015), en la que se realiza un acercamiento, también autoconsciente y reflexivo, a la reciente crisis económica, política y cultural en la que ha surgido un insólito protagonismo ciudadano que asume la importante tarea de cambiar la realidad.
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Autoría del cartel desconocida
Reivindicada desde hace unos años gracias a la revisión de la época de la Transición emprendida hace un par de décadas, la película de los hermanos Bartolomé es una de las más adecuadas para obtener una mirada rica a esos años intensos de cambio. Se trata, además, de uno de los últimos casos de «secuestro» emprendidos por la Administración en 1981 tras la supresión oficial de la censura en 1977. El motivo que algunos críticos manejaron en su momento fue que algunos testimonios que aparecían en ella podían incitar a la violencia; el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 acaecido al poco de haber solicitado los permisos de exhibición en salas hizo que su estreno fuera considerado como no pertinente. Lo cierto es que los directores habían logrado, no sin algún riesgo, imbuirse del sentir vehemente de la calle: en el filme se encuentran testimonios encendidos de la ultraderecha profranquista española, manifestaciones a favor del aborto, declaraciones de una juventud marginal desencantada e incluso algún conato de desencuentro físico. Su intención, totalmente lograda, fue ofrecer una visión más certera que la ofrecida por unos medios de comunicación que se quedaban cortos a la hora de tomarle el pulso a una sociedad en ebullición.
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Productora: P. C. Ufesa/Fígaro Films
Autoría del cartel atribuida a Mataix [Enrique Mataix Román]
Archivo Lluís Benejam © Videomercury/Egeda
Hacia finales de 1979, la reforma del Código Penal impulsada por el partido que lideraba el Gobierno, el reformista y conservador UCD, comprendía la ilegalización de asociaciones, manifestaciones y reuniones que fueran «contrarias a la moral pública». Entre ellas, cabía cualquier alusión pública relativa a la homosexualidad, considerada como «escándalo público»; no en vano, la Ley sobre Peligrosidad Social y Rehabilitación Social de 1970 no sería derogada por completo hasta 1995. El cineasta Eloy de la Iglesia, que había visto cómo su anterior película era prohibida (Los placeres ocultos, 1977), persistiría en la temática gay en este su siguiente filme. En él, se narra la relación de un político, de posición económica desahogada, con un joven de extracción humilde. Lo significativo es que se muestra sin ambages el deseo por parte del protagonista —interpretado por uno de los actores clave de estos años, José Sacristán—, quien, además, al final de la película, decide asumir públicamente su condición homosexual. El largometraje es una de las primeras películas donde se incluyen escenas de desnudo masculino y de sexo gay, transgrediendo estos dos tabúes que habían pervivido hasta entonces. Gracias a su éxito comercial, conseguiría, además, que los espectadores de la época accedieran por vez primera y de manera multitudinaria a este tipo de temática sin ambigüedades.
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Productora: Sabre Films
Autoría del cartel: Alfredo Solsona. Fotografía de Jordi Socias
Archivo Lluís Benejam © Videomercury/Egeda
La realizadora Josefina Molina le ofrece un proyecto a la popular actriz Lola Herrera, quien por entonces se encontraba representando la exitosa obra teatral basada en la novela de Miguel Delibes, Cinco horas con Mario (1956). En ella, la actriz interpretaba a Carmen Sotillo, una mujer de 44 años que hace un balance de su vida matrimonial en forma de monólogo ante el cadáver de su marido, aportando un retrato duro y minucioso de la España provinciana de la época. Lo que la realizadora propone a la actriz es, en cierto modo, trasladar la dinámica de la obra teatral (que Molina conocía bien, pues había colaborado en la adaptación escénica), a su vida personal y a un nuevo medio: se trataría, así, de filmar el encuentro con su exmarido, el también actor Daniel Dicenta, en un camerino rodeado por ocho cámaras. El dispositivo es sencillo, pero el resultado es enormemente revelador: la actriz confiesa su expectación en la noche de bodas y su posterior desencanto; el actor le revela a su exmujer sus celos; y ambos aceptan la incomunicación, la represión y la inmadurez que caracterizaron su matrimonio. De manera paralela, se intercalan escenas en las que la actriz narra y dramatiza su intento por encontrarse a sí misma transitando por los nuevos espacios de una sociedad abierta al cambio. El largometraje corporeiza en la figura de Lola Herrera, de manera directa y en un tono ajeno a la moralina, las dudas y frustraciones causadas por una cierta educación sentimental, así como el deseo de participar en la superación de todos los estereotipos asignados a la mujer durante el franquismo.
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Productora: Ízaro Films
Archivo Lluís Benejam © Videomercury/Egeda
La comedia ha sido uno de los géneros más multiformes y populares de la historia del cine español. Durante los años de la Transición, este género perpetúa fórmulas anteriores, pero también incorpora novedades en sus diversas materializaciones. Con una larga trayectoria en el género, Mariano Ozores recurre a dos actores: Andrés Pajares y Fernando Esteso, para protagonizar una película que obtendría un rotundo éxito de público y que, por ello mismo, perpetuaría a la pareja en comedias posteriores. En el filme se narran las andanzas de un par de perdedores natos que optan por acudir a las recién aparecidas salas de bingo para intentar lograr una mejora económica que, por supuesto, no llegará. La película integra algún toque costumbrista (la prestamista del baño de la sala) con chistes de tono popular; también, ante la necesidad de satisfacer las demandas de un público que ha vivido el fin de la censura, se incorporan elementos del «cine de destape» (básicamente, con la presencia de desnudos de los personajes femeninos). Una cierta comedia española de corte popular parecía, así, renovarse por medio de la visibilidad de unos cuerpos que conseguían despertar interés en el espectador, pero que, más allá de la «liberalización de costumbres» apenas proponían novedades en el tipo de representación de la mujer que había abundado hasta entonces.
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Productora: La Salamandra P. C., S. A.
Autoría del cartel: E. Picazo
Archivo Lluís Benejam © Fernando Fuertes Algora/Egeda
En paralelo a la comedia popular, se proyectan estos años en salas una serie de películas que conformarán la denominada «comedia progre madrileña». Realizadas por, entre otros, los directores Fernando Colomo y Fernando Trueba, estos largometrajes, de escaso presupuesto, revelaban un costumbrismo y una espontaneidad que permitía a cierto sector del público de una determinada edad (entre 25 y 35 años) identificarse con los personajes que aparecían en pantalla (de edad similar). En Ópera prima, el protagonista es un neurótico escritor de veinticinco años divorciado y con un hijo, interpretado por el que también es guionista del filme, Óscar Ladoire, que se enamora de una joven estudiante de violín (la joven Paula Molina). La complicada historia de amor entre ambos, narrada con sencillez pero con diálogos rápidos y chispeantes, apenas deja espacio para cuestiones de signo político e ideológico, tal y como había sido habitual en una gran parte del cine realizado hasta entonces. Por el contrario, el argumento incide en la crisis de identidad del protagonista, quien parece corresponderse con la figura del «joven desencantado» que describía por entonces la prensa: hastiado de la política por la desilusión de un proyecto de cambio que no llegó a cumplirse en todos sus términos y practicante desorientado al margen de cualquier marco ideológico. El filme reflejaba, así, sin intención crítica pero de manera acertada (visto el éxito de taquilla), el cambio sobrevenido a un sector de la sociedad española que estaba buscando su propio espacio en esos años.
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Productora: Fígaro Films
Archivo Lluís Benejam © Videomercury/Egeda
En 1976, el por entonces asiduo de ambientes underground Pedro Almodóvar emprende el rodaje de una película sin financiación y con medios artesanales. El proyecto contaría meses después con el apoyo financiero del productor Pepón Corominas, pero esto apenas afectaría al tono de espontaneidad y frescura resultante de la apuesta por la estética kitsch y la provocación por parte del director manchego. La película narra las andanzas de tres chicas, Pepi, Luci y Bom, que viven en Madrid a finales de los 70. Estos personajes femeninos, entre los que se encuentran una esposa masoquista y una adolescente de un grupo punk, y las provocadoras escenas que se suceden casi sin relación de continuidad son una muestra del pretendido tono transgresor del filme. La película, que emplea, modifica y mezcla tradiciones culturales diversas (el cómic y el cine underground, la zarzuela, la fotonovela, la publicidad, la música punk), es un ejemplo de puesta en práctica de cierta estética postmoderna que caló en la España de esos años; y también muestra el ambiente de una determinada juventud, que será el germen de la «Movida madrileña». Es, además, un largometraje donde encontrar los primeros pasos de un joven Almodóvar y algunas de las obsesiones y actrices (Carmen Maura, Cecilia Roth, Kitty Manver y Julieta Serrano) que conformarán el imaginario del universo almodovariano.
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Autoría del cartel desconocida
Archivo Lluís Benejam © Videomercury /Egeda
Desde comienzos de los años 70 existe un tipo de cine que apuesta por una narración indirecta, basada en el uso de la alegoría y la metonimia. Estas películas, producidas por el reconocido Elías Querejeta, principal impulsor de cierto cine de autor en la España franquista, encuentran en estos recursos oblicuos la manera de referirse a una realidad que, por motivos de censura, no podía mostrarse. Carlos Saura, uno de los cineastas españoles más reconocidos internacionalmente y que por entonces ya tenía una carrera consolidada, realiza, a lo largo de la década, varias películas de este tipo, una de las cuales es Cría cuervos. Aquí, la mirada del realizador se centra en uno de los pilares de la institución franquista, la familia; pero lo hace empleando un dispositivo particular: la historia es narrada por la hija, quien desde el futuro (veinte años después) y mirando directamente a cámara cuenta su infancia. El personaje, Ana, se desdobla, así, en dos actrices, Geraldine Chaplin y Ana Torrent, que interpretan la vida adulta y la niñez, respectivamente. Los recuerdos de la Ana adulta y las escenas de la Ana niña esbozan a un padre autoritario y una vida cotidiana marcada por la muerte, metáforas de la represión que, por entonces, vivía el país.
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Archivo Lluís Benejam © Videomercury/Egeda
Uno de los largometrajes documentales más apreciados del periodo es El desencanto. La conocida «película de los Panero» parte de la figura del poeta afecto al régimen, Leopoldo María Panero, fallecido doce años antes, para, mediante el encuentro con su esposa y sus tres hijos, destapar los demonios familiares. Tal y como el propio director cuenta, el documental fue rodado como si fuera un melodrama en el que cada uno de los personajes adopta un rol: la madre, Felicidad Blanc, aporta una visión melancólica del pasado; Juan Luis se sitúa en el papel del hijo mayor rebelde; Michi, el pequeño, asume astutamente la función del director; y Leopoldo es el personaje fantasmal que aparece tardíamente para avivar el desencuentro entre todos ellos. La película fue interpretada en su momento por cierta prensa como una crítica a la dictadura a través de la institución que había sido el centro de los discursos oficiales: la familia. Sin embargo, más allá de esta lectura, el filme es una evidencia del proceso de descomposición de una familia cuyos miembros no se amilanan a la hora de desvelar ante la cámara sus ruinas económicas y personales; así como un ejemplo perfecto del tipo de prácticas documentales que se estaban haciendo durante esos años en el cine español.
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Productora: Profilmes, S. A.
Autoría del cartel: Josep Maria Vallès
Archivo Lluís Benejam © Videomercury/Egeda
Concebida como un acercamiento a la primera edición del festival musical Canet Rock (Cataluña), celebrada en julio de 1975, la película recoge, al estilo de los documentales foráneos de idéntica temática, las actuaciones musicales y las actitudes del público asistente. En el escenario, aparecen grupos y artistas de rock progresivo como Compaya Electrica Dharma, Fusioon y Pau Riba; también, renovadores del flamenco (Lole y Manuel) y del jazz (Jordi Sabatés). Fuera de él, una nueva juventud surge ante la cámara: sus gestos, su forma de bailar, su actitud desenfadada, etc.; se trata de una generación que, ya desde finales de los años 60, y pese a la represión existente, había gozado de limitados espacios de expresión propios, y que ahora podía gozar de mayor visibilidad. Las críticas de la película, estrenada casi un año después de haberse concluido, leyeron el filme en términos políticos, considerándolo un documento que reafirma la libre expresión y que, también, implica una manera novedosa de hacer cine documental (no en vano, fue constantemente comparada en prensa con el paradigmático Woodstock, de Michael Wadleich, 1970).
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Productora: Piquio Films/Góndola Producciones
Realizada gracias a la financiación familiar y al apoyo de una pequeña productora, pero con la esperanza de poder integrarse en la industria cinematográfica, esta película del radical Paulino Viota es un largometraje dirigido a la clase de la que se ocupa el filme: la clase obrera. Si, hasta entonces, Viota había asumido su condición de marginal por las dificultades que implicaba profesionalizarse en el cine español, llevando a cabo un cine radical en su forma, el cambio político le animó a trabajar en un guion, junto al escritor y actor Javier Vega, donde se utilizaran los recursos del cine comercial (en concreto, del cine negro y del melodrama) para mostrar personajes y situaciones que no habían aparecido en este. La película se centra en un líder obrero que, pese a los violentos métodos empleados por la patronal, moviliza a sus compañeros para reivindicar mejoras en sus condiciones laborales coincidiendo con los cambios en la directiva de la fábrica como consecuencia del paso, en la política nacional, del régimen franquista a un régimen democrático. El discurso resultante de la película cuestiona la mirada heroica sobre el proceso de cambio político al evidenciar que los que asumen en esos momentos el poder son «los mismos perros con distintos collares». Y, al mismo tiempo, constituye una inexplorada pero efectiva expresión del cine de izquierda basado en el uso de fórmulas legibles en las que se integraban problemáticas relativas a una clase obrera que, pese a los cambios, debía seguir luchando «con uñas y dientes» contra aquellos que detentan el poder.
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Productora: Nicolás Astiarraga Sirgado P. C.
Archivo Lluís Benejam © Francisco Hoyos Griñón
Considerada una película de culto, Arrebato es el segundo largometraje de Iván Zulueta, un cineasta cuya trayectoria contaba con una formación en diseño publicitario y cine. Emprendida la primera en Nueva York, allí queda fascinado por la cultura visual anglosajona y, en concreto, por el pop art. Ambas influencias serán evidentes en su trayectoria posterior que, entre otras actividades, comprende: la colaboración en El último grito (1968-1970), el moderno programa musical de TVE donde ejerció de colaborador; un primer largometraje, Un, dos, tres… al escondite inglés (1969), concebido bajo la estela del cine pop y de la psicodelia, entre otros; y varios cortometrajes de Súper 8 y 16 mm, realizados al margen de la industria. Arrebato suele considerarse la culminación de las obsesiones formales y temáticas que habían estado ya en su obra anterior: la presencia de materiales diversos de la cultura popular (fragmentos de películas comerciales, dibujos animados, cromos...), el uso de efectos visuales (aceleración de la imagen, sobreimpresiones, mezcla de texturas…), el reciclaje camp, la excitación de los sentidos, el desdoblamiento de la personalidad y la sexualidad y el deseo, entre otras. Sin embargo, la película aporta también novedades, principalmente en torno a la capacidad vampírica del cine. La película tiene como protagonista a José Sirgado (Eusebio Poncela), director de películas de serie B, quien recibe un paquete postal de un antiguo amigo en el que se incluye un casete y un celuloide. José decide escuchar el casete donde Pedro narra sus experiencias obsesivas con la cámara, que le llevan incluso a recluirse en su piso para dejarse ser filmado por esta mientras duerme y conseguir entrar en ese tempo particular, distinto al tiempo real, propio de la imagen en movimiento, para experimentar «el arrebato». Inquietado tras visionar el material final filmado por Pedro, José acudirá al piso de este, donde descubrirá que su amigo ha sido absorbido por la cámara; seducido por la idea de asomarse a ese otro lado, José emula a su amigo, lo que culminará en el disparo mortal de la cámara sobre este. La película aporta, así, una reflexión sobre el lenguaje cinematográfico entendido como un modo de desaparición y sobre la cámara como un medio tecnológico que termina, literalmente, absorbiendo tanto a los personajes como a la narración.
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Productora: Profilmes, S. A./Films Zodiaco
Autoría del cartel desconocida
Archivo Lluís Benejam © Victory Films
En la segunda mitad de la década de los 70 aparece un grupo de películas que encuentra a sus protagonistas en jóvenes marginales y muestra su modo de vida en la periferia de las grandes ciudades. Perros callejeros es una de las versiones más sensacionalistas de este tipo de cine. Tiene como personaje principal al Torete, un joven delincuente que vive escenas de acción y de violencia y que acaba de manera trágica. Frente a otras propuestas más testimoniales, donde incluso los actores protagonistas en realidad son directamente jóvenes delincuentes extraídos de estos barrios conflictivos (Colegas, de Eloy de la Iglesia, de 1982), la película de De la Loma opta por recursos que simplifican una narración que podría haberse planteado desde una mayor radicalidad; así, por ejemplo, se observa la presencia habitual de escenas de acción que aligeran la propuesta y de personajes estereotipados que anulan cualquier ápice de complejidad o ambigüedad psicológica. Esto, junto a la existencia de modelos conservadores relativos, por ejemplo, a los roles de género (la mujer es objeto de pertenencia del hombre), permite considerar la película como un ejemplo concreto de un cine que, si bien visibiliza un sector de la sociedad que quedaba al margen de los relatos sobre el cambio y que da muestras de rebeldía, termina asumiendo una espectacularidad que, en este caso, neutraliza toda posible posición crítica.
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